En Un detective suelto en Hollywood: Axel F, un Eddie Murphy sin carisma se conforma con la nostalgia

Un detective suelto en Hollywood: Axel F. (Beverly Hills Cop: Axel F. Estados Unidos/2024) Dirección: Mark Molloy. Guion: Will Beall, Tom Gormican, Kevin Etten. Música: Lorne Balfe. Fotografía: Eduard Grau. Edición: Dan Lebental. Elenco: Eddie Murphy, Judge Reinhold, John Ashton, Paul Reiser, Bronson Pinchot, Joseph Gordon-Levitt, Taylour Paige, Kevin Bacon. Duración: 118 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: regular.

Eddie Murphy obtuvo su primer reconocimiento popular tras su incorporación a Saturday Night Live, el decano de los programas de sketches de la TV norteamericana, cuando tenía apenas 19 años, en 1980. Apenas dos años más tarde, dio su salto al cine con 48 horas, incuestionablemente la mejor película de su extensa carrera y la que definió el subgénero de la buddy-movie para los años 80. Su tercer largometraje, Un detective suelto en Hollywood (1984), fue uno de los grandes éxitos de la década y lo convirtió en una superestrella.

El joven y para entonces ya veterano intérprete resultó la elección ideal para interpretar a Axel Foley, un detective de Detroit con más calle que respeto por las normas cuya proverbial oratoria puede sacarlo de -o meterlo en- infinidad de problemas. Originalmente, el rol había sido pensado para el lacónico Sylvester Stallone, quien seguramente habría dejado que las armas de fuego hablaran en su lugar. La incorporación de Murphy corrió la película hacia el humor y, a la vez, consolidó otro de los géneros definitorios de los 80: la comedia de acción. El protagónico fue reescrito para el actor, quien también le transfirió su impronta, incorporando sus propias ideas en el rodaje.

Es probable que Murphy se haya inspirado en el extraordinario rol que le tocó en su debut, ya que Foley comparte mucho de su ADN con Reggie Hammond, el coprotagonista de 48 horas, quien es un pequeño delincuente también capaz de salir de cualquier traspié con su inventiva, hablando hasta por los codos. Estos dos personajes definieron la imagen pública de Murphy y fueron el modelo de muchos de los roles por venir.

Tras el éxito de Un detective… vino una secuela no tan lograda que resultó un mayor éxito en la taquilla y, luego, unos 10 años después del primer film, una tercera parte catastrófica que sepultó la franquicia e inició la sostenida decadencia de la carrera del actor, solo interrumpida ocasionalmente por algunos films festejados, que aparecen de modo cada vez más esporádico. Corresponde reportar que esta cuarta parte no es una de esas bienvenidas interrupciones.

Aparentemente, Murphy estuvo casi dos décadas intentando concretar una nueva entrada de su famosa franquicia, quizás para hacer de cuenta que la tercera parte nunca existió y recomponer su carrera desde el momento en que se desbarrancó. No está inmediatamente claro por qué pensó que este proyecto, encargado al director debutante Mark Molloy, era el correcto, aunque da una idea del calibre que tenían los rechazados.

Quien haya visto las películas anteriores puede hacerse una idea del argumento, que sigue el mismo diseño: Foley, detective brillante, pero díscolo, cuyo desdén por la autoridad tiende a ocasionar retrocesos en su carrera y destrozos en las ciudades, persigue un caso desde las calles salvajes de Detroit a los corredores del dinero y el poder de Los Ángeles, donde es mucho más competente que la policía local, que tiene demasiados recursos, demasiado respeto por la letra de la ley y pocos artilugios callejeros para enfrentar eficazmente a los malhechores. En este género, la trama policial suele ser apenas una excusa para el lucimiento del histrionismo cómico de la estrella. La primera película, sin embargo, tenía la densidad argumental justa y un villano apropiadamente repugnante (interpretado por el autor de teatro experimental Steven Berkoff y llamado Victor Maytland, de donde tomó su seudónimo el más conocido de los directores de cine porno argentino).

En este nuevo film, no hubo demasiadas molestias ni siquiera para crear la ilusión de una investigación policial. Resulta que Foley tiene una hija a la que no ve hace años, que vive en Los Ángeles y es amenazada por una banda de delincuentes de alta gama. Acto seguido, corre a su rescate.

La película no está exenta de autorreferencias: en un momento el detective reconoce que su viaje de 1994 a Los Ángeles –fue el año de estreno de la malograda tercera parte– fue el peor de todos. Al promediar el metraje aparece una más significativa y acaso involuntaria. Foley ingresa a un costoso hotel de Beverly Hills, donde se dispone a utilizar su inagotable locuacidad para conseguir un cuarto gratis. Sin embargo, a poco de presentarse como un exigente crítico culinario, se detiene y dice: “Estoy cansado de esto, ¿cuánto sale una habitación?”. En esta insólita renuncia al mejor atributo de su protagonista la película expresa exactamente cómo se la percibe: demasiado cansada y vieja como para lograr algo por la vía del ingenio.

Aunque Murphy intenta revivir su antiguo carisma, solo obtiene una imitación desangelada de sí mismo, de sus gestos cómplices, de su actitud despreocupada, de su famosa carcajada. Los intercambios supuestamente cómicos tienen el ritmo del humor, pero no los chistes. El film presenta a los personajes recurrentes con la anticipación de una gran sorpresa, como asumiendo que su presencia reconocible basta para aportar algo a la trama, pero solo están para repetir gestos y latiguillos del pasado, tan agotados como el decorador de interiores supergay Serge quien, tras 40 años en Los Angeles, aún no sabe pronunciar los nombres de pila de los norteamericanos. La actualización a la normativa actual de las relaciones entre razas en esta historia sobre el contraste entre un policía negro acostumbrado a los bajos fondos y el micromundo blanco de privilegio de Beverly Hills tampoco es aprovechada para hacer humor sino simplemente enunciada: “Ya no podés comparar a una persona de color con un mono” dice Foley a uno de sus compañeros, como si fuera el remate de un gag que, sin embargo, nunca fue construido.

Esta película se conforma con reciclar escenas la primera, como si la imitación fuera el mayor logro al que puede aspirar. Es decir, apuesta todo a la nostalgia, a conformar a los espectadores que recuerdan los films anteriores con el tenue placer de reencontrar nuevas versiones de situaciones conocidas, aspirando (vanamente) a que de algún modo canalicen los atributos de las originales. Con estos reenvíos la película expresa la más retrógrada de las convicciones: que el pasado siempre es mejor. Al menos en lo que respecta a su propia historia, tiene razón.

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